viernes, 9 de marzo de 2007

Macondo

Hace casi treinta años, en pleno atardecer de un día de verano, mi amiga Berta me trajo un libro: «Aquí lo tienes, pero se lo tengo que devolver al dueño mañana por la mañana sin falta. Si quieres te lo presto, pero si no lo acabas, me lo tienes que traer igual».

El plazo es ridículamente corto para un libro tan grueso. Calculo lo rápido que puedo leer, de cuántas horas de sueño puedo prescindir, la probabilidad de que mi madre intente apagarme la luz a las tantas de la madrugada y la rabia que me daría tener que dejar a medias un libro así. Mi ansia por conocer esta histora puede con todo.

No sé si mi madre se llegó a asomar a la puerta de mi habitación para ver si me había quedado dormida con la luz encendida. No sé qué pasó esa noche en Cangas. Yo estaba en Macondo. Lo que ha quedado grabado en mi memoria es la intensidad de la sugestión y del placer que me produjo aquella lectura. Repetidas veces, al parar un momento de leer, mi ojos se asombraban de tropezarse con la luz enclenque de la bombilla de cuarenta vatios, pues se hacían en los trópicos saturados de luz y de color. También recuerdo cómo mi mano derecha parecía consciente del espesor de las hojas que sujetaba y el terror que me producía pensar que me iba a vencer el sueño antes de pasar la última página.

Berta no tuvo que quedar mal con el dueño del libro por mi culpa; logré acabar a tiempo. Unos años más tarde, cuando me iba a casar y pensaba que me marchaba a vivir el resto de mi vida en un país donde sería difícil conseguir libros en español, me compré un ejemplar. Desde entonces lo he releído un par de veces, parándome a saborear las palabras que me había tragado sin masticar aquella noche de verano.

Siempre disfruto releyendo esta obra, pero echo de menos el placer añadido que significa adentrarse por primera vez en el mundo de los Buendía. Las librerías tendrían que vender píldoras que nos hicieran olvidar los libros que más nos han gustado; así podríamos volver a vivir las sensaciones de la primera vez. Si yo tuviera que elegir en qué emplear mi única píldora, me olvidaría de Cien años de soledad.

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